Las que aquí escriben pertenecemos al vagón de cola de lo que en algún momento se llamó la Generación X, me refiero a los que actualmente tenemos entre 30 y 40 años. La actual crisis se ha ido llevando por delante muchos de los planes y expectativas que teníamos para este período de nuestras vidas. No somos los únicos, lo mismo les ha ocurrido a las demás generaciones con las que convivimos, por ejemplo la de nuestros padres y lo que esperaban para el momento de su jubilación.
Para la mayoría de nosotros, la fotografía actual de nuestra vida tiene poco que ver con aquella que, de manera más o menos consciente, habíamos ido componiendo durante los años o, mejor dicho, las décadas anteriores. En lugar de ganar viveza y nitidez, en estos años la foto se ha ido volviendo borrosa.
Foto borrosa
En el apartado profesional, muchos de los de nuestra quinta, o carecemos de empleo actualmente, o no tenemos el tipo de empleo, las condiciones o la estabilidad esperadas. Y lo mismo nos ocurre en otros ámbitos de nuestra vida: pasados los 35 muchos todavía no tenemos solucionado el tema de la vivienda o de los hijos, los que quieran tenerlos. Ante la situación de incertidumbre y precariedad mantenidas en el tiempo, hemos ido viendo cómo se convierten en definitivas, o en más definitivas de lo esperado, las decisiones, opciones y soluciones que, en su momento, nos planteamos como temporales “hasta que la cosa mejore”. Que este mientras que se está convirtiendo en nuestra vida, con mayúsculas y sin más.
No queremos dramatizar pero tampoco vamos a negarlo: es un chasco, por decirlo finamente. Y hay un periodo innegable de decepción y duelo más o menos importante y largo, según la persona. Es un sentimiento de pérdida y nostalgia de algo que nunca ha existido, que nunca hemos vivido ni tenido, salvo en nuestra cabeza.
Nuestro consejo, basado en nuestra experiencia, es que lo más inteligente, visto tanto desde el punto de vista racional como emocional, es decir, lo más operativo y sano, es aceptar cuanto antes lo que hay. Como se suele decir, “cambiar el chip”. Es fácil de decir y no tan fácil de hacer, pero lo cierto es que cuanto menos tiempo y energía invirtamos en seguir resistiéndonos emocionalmente a lo que es y asumamos el nuevo orden de las cosas tal cual son, cuanto antes soltemos el lastre de “lo que debería estar siendo”, antes podremos redefinir nuestra posición y calibrar nuestras opciones. Y, lo más importante y previo a lo anterior, antes podremos recomponer el ánimo y el gesto.
Que aceptemos nuestras circunstancias no significa resignarse, ni renunciar a plantearse objetivos y emprender acciones concretas para intentar aproximar aquello que hacemos a aquello que verdaderamente deseamos hacer. Aceptar significa simplemente que, mientras hacemos esto, dejemos de sufrir emocionalmente la situación presente, es decir, dejemos de estar frustrados, enfadados o tristes.
Pero aún hay más, aceptar de verdad nos puede permitir incluso valorar los beneficios diferenciales de nuestra situación, y esto puede ser un verdadero bálsamo. Por poner un ejemplo: el desempleo generalizado ha permitido a muchas madres y padres permanecer junto a sus hijos recién nacidos más allá de las escasas semanas de baja maternal o permiso por paternidad que nuestro país establece, y con ello estar plenamente presentes durante sus primeros meses o años. Un regalo inigualable, y que es para toda la vida para esos niños, y también para los progenitores que hayan sabido disfrutarlo y valorar que, pese a las vicisitudes y estrecheces que haya implicado, esta experiencia es insustituible e impagable. Y lo mismo para quien la coyuntura actual le haya permitido recuperar un espacio vital para cultivar y alimentar otras motivaciones, para conectarse o volver a conectarse con uno mismo y con lo que de verdad importa, sin las prisas y el estrés de las jornadas de trabajo maratonianas y las dobles jornadas (trabajo-casa). Tiempo simplemente para pensar, respirar y, en definitiva, para ser.